Recortes de prensa

 A menudo me preguntan qué hay que hacer para animar a los niños a la lectura. Últimamente he recibido alguna carta de ustedes pidiéndome mi opinión al respecto. Sin embargo he de confesarles que ni como madre, ni como amante de la literatura, ni siquiera como escritora que ha dedicado algo de su tiempo a los pequeños  tengo respuesta cierta para tal pregunta. Creo que ese es uno de los muchos desafíos difíciles a los que nos enfrentamos los que tenemos la responsabilidad de educar a alguien. La mayor parte de nosotros sabemos por experiencia que es bastante fácil, incluso facilísimo, conseguir que a los niños y a los adolescentes les guste practicar un deporte o manejar el ordenador, y no digamos jugar a las videoconsolas o ver la tele... Pero la literatura es otra cuestión. A menudo prefieren aburrirse antes que leer, como si los libros fueran un enemigo a evitar, en lugar de una compañía cálida y excitante. ¿Pero cómo convencerles a ellos de esa realidad?

El escritor francés (y profesor de literatura) Daniel Pennac reflexiona sobre todos estos asuntos  en una obra que recomiendo fervientemente a quienes se hagan estas preguntas, Como una novela (Anagrama, 1993). Su ensayo comienza con una frase que alberga una verdad tan dura como irrebatible: “El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo amar..., el verbo soñar...”. En efecto, es inútil obligar a los niños a leer: “Lee un rato”, les decimos, y ellos simplemente responden que no, o acaso nos obedecen y fingen hacerlo, mientras su mente vuela hacia otros lugares que les resultan más apetecibles. Están equivocados, por supuesto que están equivocados, y nosotros lo sabemos. Pero, ¿cómo hacérselo entender a ellos?

Quizá, pienso a veces, el truco consista simplemente en enamorarles. Enamorarles de historias no contadas y de silencios que se esconden detrás de las palabras. Mi padre (que, como Pennac, era profesor de literatura) vivía enamorado de todo eso y supo transmitirnos a sus hijos ese amor. Yo lo recuerdo, cuando era todavía muy pequeña, llegando del trabajo y sentándonos sobre sus piernas para contarnos, como si fueran cuentos infantiles, las historias de Ulises y las del Quijote, y recitarnos poemas de Machado o del romancero. Así me enamoré de la literatura. A través de la voz de un hombre que la amaba  y que yo quería con todo mi corazón.

No recuerdo que mi padre me negase nunca un libro. Ni por bueno ni por malo, ni por demasiado sencillo ni por demasiado complicado, ni por moral ni por inmoral. En mi casa leíamos con la misma fruición los Cuentos del conde Lucanor y las historietas de Tintín, el Poema del Cid y las trastadas de Guillermo Brown, Romeo y Julieta y La isla del tesoro. Pero tampoco recuerdo que me obligase nunca a leer nada. Yo me limitaba a pedirle un libro nuevo cuando había acabado el anterior, él sondeaba entre los ejemplares de su biblioteca hasta encontrar alguno que le parecía adecuado y que tal vez a menudo, pienso ahora, no estaba allí por casualidad. En estos días de fechas nuevas, he recordado inevitablemente a mi padre, que estaría tan contento de haber llegado al 2000, y he pensado que quizá su forma de hacer las cosas pueda servir como consejo para quienes desean ahora educar a los niños lectores del siglo que empieza. Ojalá lo consigan.

Ángeles Caso: El Semanal, 10-1-2000

Otra manera de enseñar

Magazine La Vanguardia | 28/03/2013 - 23:59h

 
Otra manera de enseñar

Otra manera de enseñar Patrick Thomas

Ángeles Caso

Ángeles Caso


Uno de los viejos sueños de los ilustrados fue el de la instrucción universal. Aquellos hombres y mujeres del XVIII eran conscientes de la terrible ignorancia en la que vivía sumida la población europea. La ignorancia pesaba como una montaña gigantesca sobre la sociedad. Mantenía a las gentes sometidas a toda clase de humillaciones por parte de los poderosos, las encerraba en la atmósfera asfixiante de las supersticiones, les impedía mejorar sus condiciones de vida y, por supuesto, dificultaba el progreso de las naciones.


Desde que los ilustrados lanzaran su grito, las cosas han cambiado mucho. No hay niño en Europa que no acceda a la enseñanza primaria. Y las facilidades para alcanzar los niveles medios y superiores garantizan que los jóvenes que lo desean puedan continuar sus estudios (algo que, desgraciadamente, la actual situación en España empieza a poner en cuestión). Sin embargo, no tenemos la sensación de que la sociedad en su conjunto haya progresado tanto, y aún padecemos una excesiva ignorancia a nuestro alrededor, a pesar de tanta escuela y tanto título.


Puede que nos cueste trabajo comparar nuestra época con otras que no hemos conocido. Seguramente, las cosas son mejores de lo que percibimos. Aun así, es cierto que la grosería y la incultura están demasiado presentes en nuestra sociedad. Quizás el error de los ilustrados –repetido por nosotros, sus herederos– fue el de dar por supuesto que una mayor instrucción equivale a una mayor cultura. En realidad, esos dos términos no son sinónimos, y uno puede saber mucho de matemáticas o de literatura y comportarse como una auténtica acémila: la historia está llena de gente muy instruida y al mismo tiempo muy indecente.


Instrucción y educación no son lo mismo, aunque tendamos a confundirlas. La instrucción nos enseña simples datos. La educación nos convierte en mejores seres humanos. Y en lo referente a la auténtica educación, tanto las familias como las instituciones académicas, desde la escuela en adelante, acumulan demasiados fracasos. Nuestro sistema de enseñanza se basa en el almacenamiento de conocimientos por parte de los alumnos, sin profundizar en su desarrollo como seres humanos: atiborramos a los niños de fórmulas y fechas, pero no les enseñamos a reflexionar y a conducir sus mentes hacia la sabiduría, en el sentido más comprometido del término.


Muchos profesores han intentado buscar fórmulas para resolver esa contradicción, nuevos métodos de enseñanza que ayuden a sus alumnos a extraer lo mejor de sí mismos. Acabo de disfrutar de un documental que recoge uno de esos intentos. Se titula Entre maestros y lo ha dirigido Pablo Usón (Alea Producciones). Narra los doce días de clase que Carlos González, profesor de Matemáticas y Física y Química, imparte a un grupo de adolescentes poniendo en práctica su propio método. El profesor González parte del viejo axioma griego “conócete a ti mismo”, inscrito en el templo de Apolo en Delfos. La premisa parece sencilla. El resultado, espectacular. Les recomiendo que lo vean (pueden encontrarlo en la página web de Filmin.com). Quizá la reflexión a partir de ese ensayo podría ayudarnos a conformar métodos de enseñanza nuevos y, desde luego, mejores. Como casi todo, sólo es cuestión de voluntad y valentía.